martes, junio 29, 2021

SIEMPRE ME HABÍA GUSTADO EL RIESGO

La plantilla en la oficina nuevamente se había renovado. Era cierto que pocos eran los que le aguantábamos el genio al señor; eran también pocas las que aguantaban su acoso. Algunas eran despedidas porque terminaban cediendo, otras porque no cedían. A finales del año pasado había entrado a trabajar a la oficina una niña, Adriana, que desde los primeros días me hacía mucho la plática. Era de las pocas que se salvaba del acoso pues a la entrevista había llegado con su mamá, quién se la encargó mucho al señor. Además a esta chica la había escogido Sonia, ella que era de las pocas que había cedido y conservado su trabajo, ya conocía los gustos de su jefe y escogía a mujeres que no le representaran un peligro. Adriana era delgada, bajita, tenía cara simpática y muchas pecas, al jefe le gustaban las gordibuenas.
El sábado que fuimos todos al cine, ella estuvo muy pegada conmigo; los compañeros empezaron con las bromas de que yo le gustaba y quería conmigo.Con mis penas de amores recientes, empecé a aceptar su compañía. Un día me dijo que si la acompañaba a su casa, resulta que vivía muy cerca de la oficina. Como no tenía nada a que llegar temprano a la casa y en la esquina de donde ella vivía pasaba el transporte que yo tomaba, la acompañé. Después de ese día el acompañarla a su casa se hizo frecuente, casi diario. Conocí a su mamá, quien rápido me adoptó; a su papá, que me miraba con desconfianza, a sus hermanos, con el menor hice migas casi de inmediato.
El día de mi cumpleaños me organizó una cena en su casa, le había dicho que me encantaba la ensalada rusa con pollo y ese día le pidió a su mamá que me la preparara. Al salir de trabajar fuimos todos los compañeros a su casa en donde ya tenían preparado un pastel sorpresa, yo estaba abrumado con las atenciones, me estaba gustando, era algo a lo que me podía acostumbrar
Un domingo estaba lavando cuando sonó el teléfono en la casa, era él, Eduardo. Le contesté extrañado de que se apareciera después de tanto tiempo. Después del saludo y de las preguntas de cortesía, me dijo que llamaba a pedirme perdón. Que sabía que la había regado, que no entendía qué le había pasado, que me seguía queriendo, que lo intentáramos otra vez. Yo, que con mucho esfuerzo ya me había hecho a la idea de nunca más volverlo a ver; que ya estaba encaminado a mi cambio, a mi nueva vida; reaccioné con coraje a su llamada, a su impertinencia, a su destiempo, si me hubiera llamado antes...
Le dije que a mi esa última vez que hablamos me había quedado claro que ya no quería nada conmigo, y que ya lo había superado, mentí. Ante mi respuesta cambió el tono de su llamada y molesto me dijo que entonces por favor le devolviera sus cosas. Sus cosas eran un chaleco que alguna vez me había prestado y que, como olía a la loción que usaba, ya no le devolví y unas fotos suyas que traía en su mochila y yo le había quitado. Le dije que sus cosas ya las había quemado, en eso no mentí. Me reclamó que no tenía derecho y tal, le dije que estaba ocupado y le colgué. Nunca más supe de él.
Un día estábamos sentados afuera de casa de Adriana cuando salió su mamá, al vernos abrazados, preguntó si nosotros ya éramos novios o qué, nos reímos. Ese día le dije que si ya andábamos juntos como novios para todos lados, pues que ya lo fuéramos. Le advertí que yo había tenido una relación muy importante que recién se había terminado, que aun me dolía, que aun no “la” superaba, que fuéramos despacio, que me tuviera paciencia, ella aceptó. Ese día nos dimos nuestro primer beso, yo no sentí nada; supuse que sería cosa de acostumbrarse.
Pocos días después de tener novia, apareció de nuevo Daniel, Daniel el serio, Daniel el corredor. En todo ese tiempo que teníamos de conocernos me había llamado algunas veces para saludar, quedábamos en ponernos de acuerdo para vernos, pero nunca nos veíamos. Ese día me invitó a tomar un café el fin de semana, acepté.
Lo vi diferente, más seguro, más parlanchín, me dijo que tenía hambre y en lugar del café fuimos por unas hamburguesas. Después de cenar empezamos a caminar, recorrimos toda la Madero, de Villalongín al monumento y de regreso a catedral. Nos sentamos un rato en una banca. Me platicó que estaba tomando un curso “contranálisis” se llamaba; que le estaba sirviendo de mucho, que lo había hecho cambiar, le dije que en efecto lo notaba diferente.
Me dijo que tenía un vicio nuevo, la lectura y me dio un libro que traía acerca de este curso. Me pidió que lo leyera y que la próxima vez que nos viéramos lo platicábamos. Lo acepté solo por lo último que dijo, que íbamos a vernos una próxima vez. Podía sentir el peligro, sabía el riesgo que representaba el verlo, pero siempre me había gustado el riesgo.

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