jueves, noviembre 12, 2020

Día de muertos

Ahora con esto del “home office” la modalidad es que, cuando toca ir a Guanajuato, nos vamos los viernes en cuanto yo termino de trabajar; así lo hicimos el pasado 30 de octubre para aprovechar el puente del 2 de noviembre. Mi PP nos alcanza el sábado en la noche, pues sigue trabajando los sábados medio día.

Este año se le ocurrió organizar un concurso de altares de muerto (Qué sería de nosotros sin sus ocurrencias, aunque a veces le ponga mala cara, para que no descubra que en el fondo las disfruto), así que el domingo desde muy temprano empezamos con el trajín (dirían en mi rancho).

Siempre había tenido ganas de ir a un sembradío de cempasúchil y este año se me hizo, gracias al suegro de una de las cuñadas que le hace a eso, me encantó la experiencia de ir a cortar las flores y tomar fotos.



Nos llevó prácticamente todo el día acomodar todo pero valió la pena pues nos quedó muy padre, lo pusimos en memoria de la madrina de casi todos; que nos dejó hace ya ocho años y a quien sigo recordando con afecto por lo buena y amable que, desde que la conocí, siempre fue conmigo.

En la noche hicimos un recorrido por las diferentes locaciones en las que los participantes montaron sus altares, y aunque no fue un concurso como tal, la experiencia creo que fue satisfactoria para todos y terminó con una degustación de tamales y atole que hizo la suegra.



Habíamos programado una noche de maratón de películas de terror pero, no sé si haya sido el cansancio o que la selección de películas no fue buena, sólo vimos dos y después todos a dormir.

Esto es lo que después de tantos años sigo disfrutando tanto, esto es lo que siempre había soñado y se me ha hecho realidad, el tener estos escapes, el hacer de algo tan sencillo algo tan significativo, el tener estas experiencias que me hacen sentir tan bien y que hacen que todo lo demás sea insignificante, que hacen que todo lo demás valga la pena. Estos momentos son a los que yo llamo felicidad.

miércoles, noviembre 11, 2020

Pandemónium

Cuando todo este merequetengue empezó yo andaba de vacaciones, mi jefa me las interrumpió para platicarme que había rumores en la empresa de que querían mandar a algunos a hacer "home office" por esto de la nueva enfermedad, yo no le di importancia. El día que volví de vacaciones todo era un caos, se decían tantas cosas, se escuchaban tantos rumores, había tanta incertidumbre en el ambiente.

Finalmente me confirmaron que yo iba a ser uno de los que se iba a trabajar desde casa, yo seguía sin darle importancia; conociendo a mis jefes, me imaginé que por alguna razón me iban a salir con que siempre no o, en el mejor de los casos, que serían solo unos días; y que, justo cuando empezara a acostumbrarme a levantarme tarde, me iban a decir que tenía que regresar. Hasta que el viernes 27 de marzo al medio día me dijeron que recogiera mis cositas pues me iba a casa. 

Las primeras semanas me levanté a la misma hora, hice mi rutina diaria de salida a trabajar y a las nueve en punto ya estaba frente a mi compu, no me movía de ahí hasta la 6:30 que se acababa mi jornada laboral. No quería acostumbrarme, no quería sentirme cómodo y después sufrir al volver de nuevo a la oficina. Los días pasaron, los negocios empezaron a cerrar, yo veía aun incrédulo como cerraban los cines, los centros comerciales, las tiendas departamentales, como se suspendían las corridas de autobuses, los vuelos; después la oficina cerraba en su totalidad, al mandar al resto de mis compañeros a sus casas.

Se atravesó semana santa, nos fuimos a Guanajuato, una semana santa atípica; sin representación de las tres caídas, sin procesión del silencio, sin misas, sin nada de lo típico que hacíamos en semana santa. Al volver sólo éramos mi PP y yo, la prima y la tía se quedaron en Guanajuato pues a la prima le dieron vacaciones forzosas.

Mi rutina cambió, me empecé a levantar al 10 para las nueve, a bañarme un día si y un día no, a quedarme en pijama todo el día, al fin que estaba solo en casa. Los cambios continuaron, primero a mi PP le redujeron el horario y ya llegaba a comer conmigo todo los días, después empezaron a trabajar un día si y un día no, y ya lo tenía aquí conmigo de igual manera. Empecé a ajustar mis labores del trabajo, movimiento había realmente poco, las ventas eran nulas y había que racionar la solución de pendientes para no aburrirse, el día que estaba solo revisaba lo indispensable y después veía series, y el día que estaba mi PP me ponía a trabajar. Me empezó a gustar la nueva rutina y a sentirme cómodo. Era como estar trabajando y al mismo tiempo de vacaciones, lo mejor de ambos mundos.

En junio de nuevo las cosas cambiaron, mi PP empezó a trabajar de nuevo todos los días, la prima y la tía volvieron, ya no estaba solo en casa, eso acabó con mi rutina y me puso mal algunos días, después me volví a adaptar. Las cosas en el trabajo se empezaron a poner complicadas, nos redujeron el salario, nos quitaron las prestaciones superiores de ley, nos hicieron tomar las vacaciones disponibles sin pago y sin gozarlas, hubo recorte de personal. Por desgracia el recorte afectó a varios de los compañeros, por los que sentía alguna especie de afecto, y eso me puso mal.

Hoy, después de ocho meses, sigo haciendo "home office", muchas cosas han vuelto a la “nueva normalidad” pero la incertidumbre continúa. Desde junio, que se supone volveríamos a la oficina, nos siguen recorriendo la fecha, ahora ya vamos en enero. Los países siguen cerrados al turismo, y el turismo local es realmente poco, no se sabe cuanto durará esto y tampoco se sabe si la empresa lo resistirá. 

Supongo que ese es el motivo de mi ansiedad, de esos ataques repentinos de ira, de esos episodios de despertar en la madrugada presintiendo que algo está mal, pero sin saber qué, de esos dolores de cabeza que pueden durar minutos, horas o días, de esos días de mal humor que no quiero ver a nadie, y esos días de sobrada sensibilidad en los que sólo quiero un abrazo.

No negaré que esto de estar en casa no me desagrada, finalmente lo que no me gustaba de mi trabajo era el traslado y la convivencia con algunas personas (compañeros de trabajo, les llaman); me he adaptado a la rutina, he aprendido a disfrutar algunas cosas, el comer con la familia todo los días, el trabajar con ropa cómoda, el no rasurarme, el meterme a la cocinada en serio (ya hasta el arroz me esponja bien bonito).

Pero dejaría de ser yo si no me preocupara por el futuro, si de repente no me pusiera fatalista, si no empezara a pensar en lo que pasará cuando finalmente nos digan que es hora de volver a la oficina, si la ropa de trabajo aun me quedará (oink), si aguantaré tanto tiempo usando zapatos de nuevo, como será volver a usar el metro, convivir con la gente en la calle, escuchar las historias interminables de mis compañeros contando a viva voz lo que hicieron todos estos meses, como si fuera lo más interesante de este mundo.

En fin, quiero confiar en que todo se resolverá para bien, mientras tanto a seguir pretendiendo que esto no me afecta y que la ansiedad me hace los mandados.