jueves, junio 24, 2021

LA ZORRA EN LA PELICULA GRINGA DE ADOLESCENTES

La noticia de Roberto y su enfermedad se regó como pólvora, como todos sabían que era mi amigo empezaron las dudas sobre mí. No se sabía que saliera con alguien, quizá yo también era joto, como él, se decía. Aquí me sirvió la anécdota con Diana para callar las habladurías. Claudia, a quien le llegaban las preguntas por ser cercana a mí, se encargaba de repetir que en una ocasión le había entregado un 21, con todo y que tenía novio; aunque ya para entonces Diana estaba comprometida, tenía fecha para la boda y pronto dejaría de trabajar, el marido ya no iba a dejarla. Contrataron a dos chavas, una para suplir a Diana y otra para suplir a Roberto, por un tiempo yo fui el único hombre en la oficina. 

Con el cambio de locación el ambiente en la oficina se relajó. Aunque me quedaba un poco más lejos y tuve que cambiar de ruta de transporte, la parte positiva fue que la señora sólo iba por las mañanas y al señor como ya no le quedaba de paso iba en muy contadas ocasiones. Las chicas nuevas se integraron rápidamente; una vez a la semana nos poníamos de acuerdo para ir a comer todos juntos a casa de uno de nosotros. Cuando tocó ir a mi casa les hice de comer croquetas de atún con espagueti, quedaron fascinadas con mi buen sazón. Los sábados también nos turnábamos para llevar el desayuno, a media mañana para botanear con churros o papitas y por la tarde para merendar un café con galletas o pan. 

En casa las cosas empezaban a cambiar. Mi cuñado agarraba la jarra todos los sábados, cuando yo llegaba ya llevaba media botella de tequila él solo, al principio le aceptaba las cubas, después me daba pena con mi hermana. Un día llegó ya muy tarde y muy pasado de cucharadas, se puso agresivo y empezó a discutir con mi hermana, me despertaron los gritos, después los golpes en la puerta de mi cuarto. Al salir vi a mi hermana en el sillón temblando y llorando, mi cuñado estaba fuera de sí reprochándole no sé cuánta cosa; diciendo que toda mi familia pensaba que era muy poca cosa para ella, porque vivíamos en casa de mi cuñado y él no era capaz de comprarle una casa. Dijo que ya se iba a ir, que la iba a dejar yo le dije que se fuera pero que no regresara. 

Se fue y me quedé consolando a mi hermana, sin saber bien qué decirle, le hice un té. Al día siguiente yo me salí; al volver ya estaban juntos, como si nada; me molesté, no quería ver eso otra vez, no quería ser parte de eso otra vez. Mi sobrino empezaba a caminar  y ya andaba con la andadera por todos lados, yo tenía que guardar mis cosas, ya me había roto dos perfumes.

Al irse Roberto se había ido también mi compañero de fiesta, aunque me costó empecé a salir por mi cuenta los sábados, los lugares ya los conocía, y compañía siempre encontraba, aunque fuera de un rato. En una de esas le acepté la invitación al compañero de trabajo que nos habíamos encontrado en el antro, Pedro. Fuimos a bailar y me sugirió ir a su casa, no me gustaba para llegar a tanto. La mayoría no me gustaba para llegar a tanto, no eran lo que yo andaba buscando. Yo quería una relación, algo a largo plazo, un compañero, alguien con quien ir al cine, a tomar un café, alguien para platicar, y quizá después irnos a vivir juntos, como dicen ya traía el vestido de novia en la cajuela. Lo que encontraba y parecía que abundaba eran las relaciones casuales, los encuentros de una noche. Pensando que quizá siendo gay era lo único a lo que se podía aspirar, me dedique por un tiempo a eso, a las relaciones casuales. 

Mi primer faje había sido por despecho, la noche en que besé a Roberto y él me rechazó; alguien más se me acercó y empezó de mano larga, yo ya tomado y resentido le seguí el juego, terminamos, literalmente, en un lote baldío al lado del antro. En otra salida conocí a Alejandro en un bar, un maestro de primaria. Empezamos a cruzar miradas cada uno en su mesa, después brindando a la distancia con nuestras cervezas, hasta que en una de esas que regresaba del baño se sentó en mi mesa. Platicamos y hubo química, resultó que vivíamos por el rumbo y se ofreció a llevarme a mi casa. En toda la noche no habíamos hablado de sexo y ya me llevaba a mi casa, parecía que éste era el bueno. Llegamos y me dijo que si no quería ir a conocer donde vivía, que podíamos pasarla bien, al voltear a verlo vi que ya tenía el asunto de fuera. Sorprendido, e incapaz de hacerle la grosería de negarme a tan amable invitación,  le dije si después me traería de vuelta, me dijo que sí y nos fuimos a su casa. 

No estuvo mal, nada mal, pero al volver a casa me dio por bañarme, reflejo de cómo me sentía. Esa había sido mi primera vez, a mis 21 años. A pesar de lo bien que lo pasé me sentía sucio, culpable. Por mi educación cristiana siempre pensé que mi primera vez sería estando enamorado, con el amor de mi vida. Había pecado doble, primero por haberlo hecho con un hombre y segundo por haberlo hecho sin estar enamorado. A los pocos días Alejandro me llamó para vernos, quedó de pasar por mi al salir del trabajo, fuimos a otro bar. Me dijo que fuéramos a su casa para repetir, le dije que yo buscaba otro tipo de relación, me dijo que no creía en el noviazgo, el compromiso y esas cosas. Alguien se acercó a saludarlo y me lo presentó, se llamaba Erick, un Doctor residente. Alejandro se fue y me dejó con su amigo. 

Erick y yo platicamos y nos caímos bien, no tenía teléfono pues rentaba un cuarto en una casa de huéspedes pero me dio su “Biper” para mandarle un mensaje y vernos de nuevo. Salimos varias veces y parecía que todo iba bien. En una ocasión fuimos de antro y nos encontramos con Alejandro, Erick le dijo que estábamos saliendo; estuvieron hablando solos y coincidentemente esa noche Erick me sugirió quedarme en su cuarto, yo acepté. Había tomado tanto que no recuerdo lo que pasó esa noche, sólo recuerdo que me levanté varias veces a vomitar al baño. 

Al día siguiente Erick me dijo que se iba a tener que ausentar de la ciudad, que no sabía hasta cuando pero que él me buscaba cuando volviera. Le pregunté si todo estaba bien, me dijo que su amigo Alejandro le había contado que se había echado un “buen palo” conmigo, que “me recomendaba”; pero que, a juzgar por lo que había pasado en la noche, se había equivocado. No pregunté que había pasado, qué había o no había hecho. Avergonzado y humillado me fui a mi casa, sintiéndome la zorra en la película gringa de adolescentes.

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