viernes, febrero 26, 2021

Me duele más a mi que a ti

Creciendo en los ochentas, y en un ambiente rural, no es de extrañarse que el castigo físico haya estado presente durante toda mi infancia. Cuando me portaba “mal”, cuando no obedecía, cuando hacía travesuras, cuando le contestaba a mis mayores, cuando no hacía la tarea, cuando ensuciaba la ropa, cuando hacía algo que no entendían; mis papás tomaban un cinturón, un huarache, una vara, una escoba, un lazo o lo que tuvieran a mano para golpearme educarme. Como en la típica familia patriarcal, mi padre siempre fue el verdugo y mi madre la autora intelectual.

Por esta razón, aquella tarde la primera reacción de mi mamá fue acusarme con mi papá para que éste me aplicara el correctivo. Como animalito al que entrenan con el método castigo-recompensa; yo había descubierto que llorando, pidiendo perdón y diciendo que no iba a volver a hacer aquello que había hecho, y que había motivado el castigo, la sesión de golpes se acababa más rápido. Así que hice lo propio.

Pero esa vez no funcionó, quizá porque mis suplicas no eran sinceras, al no entender que había hecho mal y porqué estaba pidiendo perdón; o quizá porque lo que había hecho era tan grave que el correctivo debía ser inolvidable, y lo fue. Las marcas físicas de los golpes tardaron semanas en desaparecer, pero las psicológicas no creo que al día de hoy hayan desaparecido en su totalidad.

Como dije anteriormente, no entendí qué es lo que había hecho mal, nadie me lo dijo y a mí me daba miedo preguntar, no fuera a ser que por respuesta obtuviera otro correctivo. Mi mamá después del castigo, como siempre pasaba, se acercó a consolarme. Me dijo que había hecho algo malo y que no debía de volver a hacerlo, que si lo volvía a hacer me iba a castigar Dios, iba a ser señalado y juzgado, me iba a convertir para siempre en todo eso que mi papá me llamaba mientras me golpeaba, cosas que a esa edad ni siquiera sabía que significaban, pero que debían ser muy malas por lo enojados que todos estaban conmigo. Me dijo que le pidiera perdón a Dios, que le pidiera que me ayudara a cambiar, que me alejara de esos amigos y de cualquier otro que me propusiera hacer “eso” de nuevo. 

Mis hermanos se enteraron, no sé si ellos sí entendieron que es lo que yo había hecho mal, pero tampoco me lo explicaron o lo hablamos alguna vez. Recuerdo que en alguna pelea con mi hermana, que aunque es mayor que yo siempre ha sido más inocente, de esas peleas en las que yo le llamaba gorda, cachetona o enana; me dio a entender que mis papás me habían encontrado besándome con uno de mis amigos (WTF?).

Mi cerebro trató de encontrarle una explicación al hecho, quizá lo que estaba mal era tener amigos y jugar con ellos, quizá lo que estaba mal era el juego que esa tarde estábamos jugando. No lo entendía pero tampoco quería que Dios me castigara.

Durante semanas le pedí a Dios con todas mis fuerzas y mi fe que me ayudara a cambiar, y puse todo de mi parte para lograrlo. A mis mejores amigos jamás les volví a hablar, cuando volvieron a buscarme los corrí y les dije que ya no quería jugar con ellos. 

En la escuela siempre era el primero en apuntarse a los festivales, era el desinhibido, el que más rápido se aprendía la coreografía, el que no le daba pena. Era el que declamaba la poesía en los honores a la bandera de los lunes, cuando había conmemoración. Después de eso jamás volví a participar. 

Antes jugaba con mi hermana a la comidita, a la casita, jugaba con sus juguetes y a veces con sus muñecas; después mis juegos eran fútbol, trompo y canicas, aunque nunca les encontré el gusto, era a lo que tenía que jugar para demostrar que “estaba cambiando”. 

Cuando mis amigos de la escuela empezaban a hablar de cosas “sucias”, yo me alejaba, cuando alguien hacía un chiste que sonara un poco a cosas de adultos, me retiraba. Dejé de ir a sus casas pues me aterraba quedarme a solas con alguno de ellos. Empecé a juntarme más con las niñas, sus pláticas eran más inocentes y así no corría peligro de que algún niño me propusiera algún juego como el de aquella tarde, con las niñas estaba seguro.

Después de algunas semanas me fui olvidando, conscientemente, del incidente y mi comportamiento cambió, me volví bueno de nuevo. Ya no le daba problemas a mis papás, era el más aplicado de la escuela, ya no era travieso, ya obedecía, ya no cuestionaba, ya no llegaba con el uniforme sucio, ya no imaginaba, ya no hacía cosas que pudieran tener algún dejo de comportamiento femenino, ya no era niño.

No sé porque alguien le haría eso a un niño, no sé porque alguien lo querría  hacer sentir culpable y pecador desde los 7 años, no sé porque alguien lo obligaría a cuestionar sus gustos, no sé porque alguien lo haría aprender a analizar su comportamiento y reprimirlo, no sé porque alguien le arruinaría su niñez.

Mis papás lo hicieron. Después de algunos años el miedo que me provocaron aquella tarde, se convirtió en rencor. Porque esa tarde no me la creí, esa tarde el dolor físico y psicológico que me causaron, dudo que les haya dolido más a ellos que a mi.

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