martes, junio 01, 2021

CARTAS MARCADAS

Esa tarde Alejandro fue de visita a la casa, quería saber cómo me había ido y cómo me encontraba después de lo que platicamos. Desde ese día sus visitas se hicieron frecuentes, nació una amistad, conmigo y con mi hermana. Para mí fue como encontrar al hermano que siempre necesité, que siempre quise, que siempre tuve, sólo que el que tenía nunca estuvo ahí para mí.

La relación con mi hermana empezó a mejorar, en gran parte gracias a Alejandro. Poco a poco volvimos a ser aquellos cómplices de travesuras que fuimos en la infancia. Esos compañeros de abandono cuando mis padres nos dejaron solos en casa. Esos que todos los sábados veían las películas de capulina, mientras comíamos los tacos dorados con repollo y guacamole tan ricos que ella preparaba. Esos que veían juntos las telenovelas que, por las mañanas repetían en la “Súper Cadena", mientras desayunaban en la cama de mi hermano, antes de que yo me fuera a la secundaria y ella a su curso de corte y confección. Esos que, influenciados y apadrinados por una vecina, bautizábamos a nuestros gatos para que ya no los envenenaran. Esos que se peleaban los sábados por la mañana pues, mientras yo quería ver "Los caballeros del zodiaco", ella escuchar a los temerarios a todo volumen mientras trapeaba. La extrañaba tanto, nos extrañábamos tanto. Que bien se sintió recuperarla.

Una tarde mi hermano, que afortunadamente ya se había ido a vivir por su cuenta, llego a la casa indignado. Yo estaba en mi cuarto pero hasta allá escuché la discusión. Les dijo a mis papás que alguien le había dicho que habían visto a mi hermana con Alejandro en la banca de un parque abrazados, en situación romántica. Mi hermana obviamente lo negó, yo le creí a ella. Sin embargo la duda se me quedó sembrada. Un día entré a su cuarto y entre sus cosas encontré unas cartas, unas cartas que le escribió Alejandro, unas cartas que le daban la razón a mi hermano. No supe que pensar, me sentía traicionado, pero no le dije nada.

A los pocos días encaré a Alejandro, le dije que ya lo sabía todo (no puedo negar mi influencia telenovelesca) y aunque al principio lo negó, no le quedó más que reconocerlo. Me dijo que él desde un inicio había querido decírmelo pero que mi hermana se lo prohibió, que le daba pena conmigo, que no quería que la juzgara. Yo, con mi herido orgullo, no escuché razones; mi confianza había sido traicionada, nada más importaba.

Alejandro seguía yendo de visita a la casa, ambos le negaron a mis padres la versión que les dio mi hermano y mis padres les creyeron, yo me quedé callado; sin embargo por unos días me negué a verlo. Me sentía decepcionado, creía que él sólo me había utilizado para acercarse a mi hermana, y que yo sólo les servía de cómplice, de tapadera. No se las iba a poner fácil, si querían seguirse viendo yo no los iba a solapar.

Con el pasar de los días empecé a reflexionar y a pensar bien las cosas, los extrañaba. Hacía poco que empezaba a recuperar a mi hermana y ya la estaba perdiendo otra vez, además ¿Quién era yo para juzgar?, o para reclamar por guardar secretos, si yo estaba haciendo lo mismo. 

Un día Alejandro me entregó una carta. Era una extensa carta donde me explicaba sus razones, me pedía perdón, me decía que amaba a mi hermana pero que también me quería a mí, que mi hermana ya sabía que yo sabía y le había pedido que se alejara, y que para él lo importante era que nosotros estuviéramos bien, así que si yo le pedía que dejara de ver a mi hermana, y a mí, lo iba a hacer.

Supo muy bien que decirme, me ganó. Acordamos vernos los tres y ahí hicimos las pases, se acabaron los secretos. Resulta que así como Alejandro me dijo a mí que si andaba con mi hermana, a ella le dijo lo de mi “confusión” con Sergio, so pretexto de que eso nos iba a unir como hermanos. Debo confesar que funcionó y desde ese día los tres fuimos amigos, hermanos, cómplices.

Empezamos a salir juntos a todos lados. Me sentía acompañado, comprendido, querido. La relación con mis padres también mejoró, se acabaron las discusiones, las peleas. Mi hermana también iba bien en la escuela, se veía animada, entusiasmada, casi, casi feliz.

Aliviado por saber que contaba con el apoyo de mi hermana, teniendo a Alejandro para contarle lo que me pasaba, lo que pensaba, y para recibir un consejo; me sentía más confiado, más decidido que nunca a averiguar qué podía pasar con Sergio. Le dije a Alejandro que quería decirle a Sergio lo que sentía. Según yo había señales suficientes para pensar que él podía sentir lo mismo por mí. El problema es que nunca estábamos solos el tiempo suficiente. 

Alejandro me aconsejó que ya no lo buscara, que por unos días me desapareciera para ver su reacción y así lo hice. Por algunos días no lo busqué,  me le escondí, me conformaba con verlo pasar desde la ventana de la casa. Me dejaba ver brevemente acompañado de mis amigas, de mi hermana, que notara mi indiferencia; él sólo me saludaba con la mano al pasar. Después me le volví a aparecer y descubrí con alegría que había notado mi ausencia, que había notado que no lo había buscado, me dijo “pensé que ya tenías a otro” con esa sonrisa burlona con la que a veces decía las cosas, eso para mi fue una esperanza. 

Le conté a Alejandro el resultado del experimento y me sugirió que le escribiera una carta, que le dijera por escrito lo que estaba sintiendo, de esa manera él la iba a poder leer cuando tuviera tiempo y buscarme para darme una respuesta, la idea de que me buscara con una respuesta me emocionó.

Durante semanas busqué las palabras adecuadas, las frases correctas que no dejaran lugar a dudas de lo que quería decirle, de lo que quería lograr con aquella carta. Lo primero era preguntarme ¿Qué quería lograr? Lo que quería era dejarle claro que no esperaba nada de él, aplicando la psicología inversa. Pensaba que si le decía que sabía que no me correspondía, que me iba a alejar de él por mi bien, lo iba a hacer reaccionar y me iba a decir que el también me quería, pero que tenia esposa e hijo y no los podía abandonar. A estas alturas ya no me importaba la posibilidad de compartirlo, tenerlo a medias era mejor que no tenerlo. A estas alturas los planes habían cambiado, ya no pensaba que nos iríamos lejos, tenía a mi hermana y a Alejandro, con ellos podía afrontar lo que fuera, eso me habían dicho. Estaba preparado para ser aunque sea su amante.

Con la carta redactada lo que seguía era encontrar el momento adecuado para dársela. Durante otras semanas anduve cargando con la carta en la mochila, en varias ocasiones me quedé con la carta en la mano al despedirnos, sin valor para dársela. Hasta que un día se la di, su cara fue de sorpresa. Le dije que por favor la leyera y me despedí. Me temblaban las piernas mientras caminaba a casa y volteé a verlo, sabiendo que las cosas estaban a punto de cambiar para siempre.

Esperé, sin saber que esperar. Imaginaba que esa misma noche iría a buscarme, pero llegó la noche y él no. Al día siguiente obviamente no me fui con él, al salir de la escuela volteaba a todos lados, a ver si lo veía esperándome en alguna banca del jardín, no estaba ahí. Llegué a la casa pensado que esa tarde no trabajaba, quizá esa tarde si llegaba, tampoco llegó.

En los días subsecuentes me le desaparecí, sólo me asomaba de vez en vez al escuchar el sonido de su combi al pasar para constatar que estuviera trabajando, que estuviera bien. Que no lo hubieran asaltado o atropellado, cuando iba camino a mi casa a confesarme que también me amaba; que no lo hubiera asesinado su esposa al confesarle que la iba a dejar por mí.

Pasaron más días y Alejandro estuvo de acuerdo conmigo en que no me iba a buscar. O lo que le dije no le interesó o esperaba que el que lo buscara fuera yo. No estaba preparado, no estaba listo para enfrentarme a su evidente rechazo. Si escuchaba de su boca que yo estaba mal y todo lo había mal interpretado, mi mundo se iba a derrumbar. Sin embargo, había una pequeña posibilidad de que no fuera así; si lo que le escribí lo hubiera ofendido, habría ido a mi casa a hacerme un escándalo, a ponerme en evidencia; me habría buscado para decirme que el no era puto, joto, mampo como yo, que nunca volviera a hablarle, eso haría yo en su lugar, pensaba.

Empecé a sobrepensar las cosas, a analizar detalladamente las señales. Siendo honesto podría ser que en realidad las hubiese mal interpretado. Recordé que siempre me hablaba de mujeres, de su esposa y de sus novias; que siempre me preguntaba por las amigas con las que me veía. Quizás esos abrazos, ese tocarme el hombro o la pierna habían sido circunstanciales. Recordé las clases de manejo, cuando me pidió  el carro para ir a ver a una amiguita. Pero ya no quería pensar. 

Un día al fin me armé de valor y me hice visible, lo esperé. Estaba sentado ahí donde me sentaba siempre a esperarlo cuando llegó. Me vio y me saludó inclinando la cabeza, nadie subió, me dijo ¿No te vas? Si me fui.

Había llegado el momento de agarrar al todo por los cuernos, de afrontar las consecuencias de mis actos, de verlo a la cara y aguantar lo que fuera que tenía que decirme, aunque no me gustara. Así como yo lo hice leer todo lo que tenía que decirle, es esa carta, esa carta marcada. 

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